lunes, junio 12, 2006

JULIO RAMON RIBEYRO, CUANDO EL MUDO HABLA (segunda parte)

“Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar y no pasa de ser una de las tantas vidas de un escritor de clase media nacido en un país latinoamericano en el siglo veinte", JULIO RAMON RIBEYRO.

Ribeyro fue siempre reacio a las entrevistas y a la promoción excesiva de su trabajo y de su persona. Él prefería, cosa rara entre los escritores de estos tiempos, mantener el perfil bajo y dejar que su obra se defendiera y se publicitara por si misma. Y, vaya que le fue bien, puesto que a pesar de no haber entrado al juego de la figuración y el mercado, Julio Ramón Ribeyro se convirtió (y aún lo sigue siendo) en uno de los escritores más leídos y queridos entre los peruanos.

Una muestra de ello ocurrió el día de la presentación del cuarto y último tomo de LA PALABRA DEL MUDO en los que se reúne toda su obra cuentística. El auditorio de la Municipalidad de Miraflores estaba abarrotado de gente y afuera, en la calle, una multitud que no logró ingresar coreaba enfebrecida: “JULIO ES DEL PUEBLO, JULIO ES DEL PUEBLO, JULIO ES DEL PUEBLO…”

Nos encontramos pues, ante un ejemplo de escritor comprometido con su obra y sin mayor pretensión que la de escribir y punto. Ahora, es obvio que dicho rechazo a conceder entrevistas es una provocación enorme para todo buen periodista. No sé cuántos habrán tocado a su puerta en busca de la entrevista magistral, pero fue el joven comunicador social JORGE COAGUILA el que consiguió lo que parecía imposible: convencer al escritor de que rompiera el silencio y le concediera una serie de entrevistas. El conjunto de las conversaciones apareció en forma de libro bajo el sello JAIME CAMPODONICO EDITOR en marzo de 1995 con el titulo RIBEYRO, LA PALABRA INMORTAL.
A continuación presentaré la primera entrega de algunos extractos de este libro. Servido.

J.C: ¿Por qué se muestra reacio a los periodistas, señor Ribeyro?

J.R.R: En realidad por dos motivos: el primero es que la mayoría de periodistas que vienen a entrevistarme no saben nada de literatura. El segundo, porque creo que ya lo dije todo, porque siempre vienes con las mismas preguntas. Estoy cansado de responder los mismo: ¿y cómo escribe usted?, ¿por qué escribe usted?...

J.C: ¿No le resulta paradójico que usted, el menos publicitado, tenga la mayor preferencia del público lector?

J.R.R: Pues no lo sé. Tal vez se debe a que las personas que me leen encuentran muy suya esa atmósfera de frustración, de desadaptación, de marginalidad que caracteriza mis relatos. Acaso porque los lectores sufren los mismos chascos y humillaciones, acaso porque en mis cuentos no hay vencedores.

J.C: Con respecto a su técnica, ¿no cree que le faltó Faulkner para tener mayores perspectivas?

J.R.R: La verdad, no he leído a William Faulkner, o más bien lo poco que he leído de él me resultó sumamente pesado. Y no me avergüenzo de decir esto. Lo peor, en este caso, sería mentir y decir que lo he leído.

J.C: ¿Cuál es su mayor orgullo?

J.R.R: Ser reconocido por algunas personas cuando camino, por una parejita de enamorados y que diga: “Mira, ese es Ribeyro”. Por el mozo del hotel Bolivar, por un chofer de taxis. Siento cierta satisfacción.
J.C: A usted se le vincula siempre con la izquierda.

J.R.R: No soy izquierdista, aunque he tenido actitudes y acciones izquierdistas. Por ejemplo, apoyé la guerrilla del 64, de Javier Heraud, a la guerrilla del 65, de Guillermo Lobatón, Paul Escobar y otros. Me acuerdo que en París, Guillermo Lobatón dijo que había llegado el momento de la decisión: que quiénes iban a la lucha. Todos levantaron la mano, menos yo. Pero qué iba a hacer; yo no tengo espíritu de soldado. No obstante, Guillermo Lobatón, que además fue mi compañero en la Universidad, me dijo: “No te critico, podrás servir aquí”. Eran más o menos treinta los que levantaron la mano, pero era por pura figuración, ya que al final sólo fueron cinco, los cinco que murieron.

J.C: Con respecto a tener temas más íntimos los críticos dicen que esto corresponde a la crisis del escritor, que ya no tiene otras perspectivas, que ya no tiene otras posibilidades de hablar.

J.R.R: Es posible, yo no lo pongo en duda. Pero yo he creído siempre que el escritor verdaderamente genial es el que escribe no importa qué, olvidándose de sus propias experiencias, de su propia vida. Qué le puedo decir: sobre las cruzadas, sobre Platón, de algo que pasó en Afganistán o en Japón. Ese es el escritor verdaderamente épico, que inventa, que saca todo de la nada. Mientras que el tipo que está sacando cosas del interior, de sus propia vida, de su propia experiencia, es un escritor lírico, menor, ¿no?, de menos peso, de menos envergadura, pero al mismo tiempo –como todo tiene su contraparte, como todo argumento tiene su contrargumento- hay grandes escritores que han tratado íntegramente sobre su propia vida, que es el caso de Proust. Efectivamente, Proust no ha hecho sino escribir sobre él mismo, desde la primera hasta la última línea.
J.C: La emigración a París –le digo- ¿no le parece que es un signo del fracaso cultural de América Latina?

J.R.R: No, no creo. Hay muchos escritores y quizá los mejores escritores peruanos nunca han salido de Lima o del país, en todo caso, han viajado poco a Europa. Puedo citar el caso de Martín Adán, quien es, después de Vallejo, el más grande poeta peruano, creo que viajó una sola vez a Arequipa y Cusco, además ya de viejo. Pero casi no se movió de Barranco o del “Larco Herrera”. El caso de José María Arguedas es otro. Arguedas es un escritor que ha hecho su obra en el Perú, a pesar de haber vivido en España algunos meses gracias a una beca y a pesar de haber realizado conferencias en Francia, Alemania y otros países. Aunque tuvo influencias bien marcadas del ambiente cultural de otros países, Arguedas ha hecho toda su obra en el Perú.

J.C: ¿Y los críticos le interesan?

J.R.R: Me interesan poco. ¿Cómo le puedo decir? Leo libros de crítica, pero sobre los autores que me interesan. He leído una cantidad considerable de libros sobre las obras de Flaubert, Stendhal o Kafka, esos libros sí me interesan un poco, pero que escriban sobre mí, no.