Mi cuarto es oscuro y tibio. Las cortinas están siempre cerradas. Es quizá como una taza de café donde se reflejan los libros arrumados y la vibrante pantalla de la computadora. Cierro un libro. Lo dejo sobre el escritorio. Me levanto en busca del encendedor. Este es un viejo pretexto que siempre me lleva fumando por toda la casa. Pensando, cavilando, persiguiendo una frase que provoque en la masa lenta de los sesos. Abro la puerta de la casa. Reparo aún más en la oscuridad de mi cuarto. Afuera, la luz y el viento alegran el paisaje. Al fondo se divisan las líneas ondulantes de las colinas. Cierro la puerta. Regreso al cuarto. Apago el cigarro. Me siento. Tomo un largo sorbo de café.
Es muy difícil, en algunos momentos, aceptar el silencio que implica el proceso creador, sobre todo, cuando el cuerpo bulle por la necesidad de escribir, por su manifestación física, por el pulsar agitado de los dedos sobre las teclas. Y, a veces, como ahora, trato de sobrellevar este silencio con la lectura. Pero los cuentos de Gogol, de Quiroga, de London, me arrojan una y otra vez a la computadora, a la pantalla blanca, insondable, más poderosa aún que la página en blanco, con ese zumbido constante que acrecienta el vacío hasta el paroxismo. Y, peor aún, esas lecturas, me arrojan al trabajo a la mitad, interrumpido abruptamente. Me dejan solo ante el silencio que se desliza por mis tobillos angustiados, por mi cuerpo. Me dejan sólo, solísimo, inútil, envuelto en el humo del cigarro, en el vacío.