El niño está solo en casa. El niño decide jugar. Va de un juguete a otro buscando uno que le permita llenar los minutos con la imaginación y la energía que surgen naturales de su cuerpo. El niño opta por el LEGO. Abre la caja y vacía las fichas sobre el suelo de parquet. El sol de la tarde resbala anaranjado por las paredes de la habitación. El niño se arrodilla. Es un niño como todos. No es necesario describirlo. El niño se pone a armar naves espaciales, autos imposibles, casas futuristas que cobran vida en el espacio purísimo de su mente. El olor de la casa vacía llena el aire. Es el olor del silencio. Es el olor del tiempo. Es el olor de la memoria. De pronto, el niño levanta la vista y ve la pelota de fútbol en un rincón del cuarto. El niño decide practicar un rato. Quiere ver si le es posible lograr más de diez dominadas seguidas. El niño se olvida del LEGO. Las fichas de colores quedan regadas sobre el piso de parquet. Charco de la imaginación. El niño toma la pelota. Huele a cuero. Huele a risas. Huele a gol. Luego del primer intento se da cuenta de que el espacio de la habitación no es suficiente para practicar. Le provoca salir, pero sabe que no puede hacerlo sin permiso. El niño duda, piensa que nadie dirá nada si sale sólo a la puerta, pero opta por quedarse. No le gusta desobedecer. Es un niño bueno. Entonces, el niño decide bajar a la sala. Ahí tiene más espacio. El niño toma la pelota y baja las escaleras. Está emocionado. Sabe que si logra hacer las diez dominadas impresionará a los amigos en la escuela. Se para en medio de la sala. Se concentra y deja caer la pelota sobre el empeine: uno, dos, tres, cuatro, cin… No le sale bien. Recoge la pelota y lo vuelve a intentar: uno, dos, tres, cua… Otra vez falla, pero sabe que está cerca. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, sie… Entonces sucede lo otro, lo inesperado. La pelota vuela directo hacia uno de los adornos favoritos de su madre. La estatuilla blanca gira en el aire. En cámara lenta gira. El silencio se hace añicos. Explota en astillas de porcelana. El niño se queda estático. La pelota deja de rebotar en el otro extremo de la sala. El desconcierto inicial es reemplazado por el miedo. El Miedo terrible tras el que se esconde castigo. El castigo es un fantasma que ya conoce bien. El niño mira el reloj de pared. Sabe que sus padres llegarán pronto. El miedo aumenta. La casa huele a castigo. El niño se abalanza sobre el adorno. Recoge las piezas. Su reacción primera es la de intentar arreglarlo. Une las piezas. Piensa que es posible. Sube corriendo en busca de la goma y baja. Los segundos retumban en toda la casa. El reloj grita. Huele a castigo y a falta de tiempo. El niño no puede. La goma no sirve. Nunca antes había intentado pegar porcelana. No funciona. No funciona. Los pedazos no se unen. El tiempo alimenta al miedo. El niño piensa en esconder el adorno. En borrar el accidente. En rezar. En no ser descubierto. El niño no sabe qué hacer. Tiene ganas de llorar. Una y otra vez intenta pegarla sin éxito. Llegan los padres del niño. La estatuilla no está. La pelota tampoco. Se saludan. Cenan. Se acuestan. El niño no puede dormir. La estatuilla rota bajo la cama contiene toda la culpa. La oscuridad de la casa es la oscuridad de su cuerpo. Huele a noche. Huele a angustia. La verdad es imposible. El niño se duerme. No sueña. A la mañana siguiente, su madre lo despierta. El niño abre los ojos sobresaltados. La madre le pregunta por la estatuilla. El niño la mira y le dice: NO SE. El niño bueno ha mentido. Como todos. Como todos.
IMAGEN: “Un niño como todos”, fotomontaje por JAG.