En el Dominical del Comercio el domingo pasado apareció una reseña de mi novela “Adiós al Barrio”. Aquí el texto completo.
ADIÓS AL BARRIO
Desde mediados del siglo pasado, el paisaje urbano de nuestra capital experimenta una transformación caótica y dolorosa: se expande sin orden ni concierto, multiplica con delirio sus habitantes y agrieta sus tejidos sociales, ahondando las heridas de unas desigualdades históricas que delinean el rostro del Perú. La ciudad de Lima, en gran medida, aunque nos amargue la saliva pronunciarlo, es el maltrecho estandarte de nuestro país. La narrativa peruana no ha eludido este compromiso, antes bien ha acelerado su flujo de sustancias interiores y ha fortalecido el músculo de su propuesta estética, a fin de articular la voz literaria a la compleja y exigente realidad.
Los narradores de la generación del cincuenta abrieron un tajo en el organismo de la capital y descubrieron, adelantando a las ciencias sociales, la marea migratoria y el miserable nacimiento de las barriadas. La generación siguiente, con la apuesta de la revista Narración, afinó los recursos literarios y profundizó la incisión en el cuerpo urbano, revelando tejidos más íntimos y más ideologizados. Uno de estos ámbitos sociales, tan privado y cargado de poder, pareció alojarse al final de la cuadra, en la esquina, en lo que comúnmente llamamos “el barrio”. Esa parcela entrañable que reúne a los amigos del alma, cuyo sentido de pertenencia es irrenunciable, por la proximidad humana entre ellos y por una común historia de primeros cigarrillos, primera novia y primeros tragos. Institución social formadora o deformadora, patio exterior del hogar, limbo de la vida futura inclemente y que ha devenido ahora en una especie en extinción. ¿Qué ha sido del barrio en las últimas décadas? Las casas se han amurallado, los parques han sido enrejados y las bodegas parecen cárceles de abasto. Mientras los muchachos pasan en hordas por las calles, desesperados y salvajes. Se ha arrancado de cuajo la humanidad de muchos distritos, como se extirpa una membrana que deja una llaga en carne viva. Por fortuna, aparece ahora la novela Adiós al barrio, de José Antonio Galloso, cuyo emocionado testimonio reivindica los pistazos a muerte, el ardor del estómago al primer anisado y la correntada de deseo que asalta en la oscuridad aquellos besos robados.
No se piense, sin embargo, que se trata de una novela amable y concesiva. Ni uno ni otro. Es el exasperado manifiesto de un escritor que fue un animal de las veredas en Balconcillo y años más tarde un hombre ensimismado, cada vez más lejos geográficamente de
Las tres partes de la estructura de la novela parecen girar alrededor de una categoría situada exactamente en el eje. El lector curioso hallará la palabra “crónica” en el centro del índice y quizás compruebe que todos los retazos de la novela, desprendidos de la memoria del narrador, se organizan luminosamente en torno del propósito de suministrarnos una crónica, a manera de un mapa sin tesoro: brindarnos las calles tentaculares y cada vez más paupérrimas de Lima, por donde caminan los jóvenes personajes de la historia, elaborando sus propias rutas de vida. No en vano Galloso coloca como epígrafes los versos de Valle Goicochea y Wáshington Delgado, que se refieren al camino como destino y al camino como desvío. Ambas acepciones interesan y merecerían una digresión futura, de momento quiero subrayar el proyecto del narrador cuya explicitez aparece en el breve capítulo “Un largo y sucio pasadizo enrejado”.
En esta estampa discontinua, Eduardo, narrador inequívoco a pesar del empleo de la segunda persona, es expulsado de su propio barrio por los vecinos. Pero ahora son otros vecinos y su barrio un lugar más mugriento y rabioso. Eduardo ha vuelto doce años después, engañosamente a deambular, cuando el lector sospecha que todo escritor es un fingidor y advierte que su verdadero afán es escudriñar en el pasado: “Comprendiste que, al final, lo único que permanecía eran los recuerdos. Y, ¿qué eran los recuerdos sino solo imágenes, solo sensaciones, solo fragmentos; historias yendo y viniendo sin ningún orden establecido; historias retocadas, historias reescritas por la memoria.” Estas historias borroneadas en el pensamiento y la imaginación del narrador son las que nos ofrecen estas páginas impresas.
El lector terminará por certificar su sospecha: hacia el final de la novela, en una larga noche de borrachera y a solas con su amigo Bruno (a) El Mono, el personaje Eduardo —alter ego evidente de José Antonio—, duda unos instantes y guarda silencio ante la pregunta: “¿a qué te dedicas?”. ¿Por qué esa vacilación, qué siente Eduardo? ¿Vergüenza de ejercer un oficio sin beneficio o incomodidad de estar actuando como un inquisidor? Me dedico a escribir, balbucea por el alcohol, y todavía recibo propina de mis viejos. Con más lucidez, pero tan marginal como cuando era un muchacho de barrio… podría pensar el lector. Lo que Eduardo dice textualmente es: “Escribo, leo y vago”, casi como si dijera: “No pasa nada: es la misma vaina”. Pero es faltar a la verdad.
En las páginas anteriores, el narrador, otra vez gran fingidor, nos ha encajado un duro golpe con el amasijo de su información: ha desplegado una crepitante historia policial, en la que vemos involucrado a Álvaro (a) El Gringo, el otro gran amigo de Eduardo. La reproducción detallista del plan para asaltar los bancos, bajo la mentirosa amenaza de Sendero, y la excitación nerviosa de los días previos ocupan los mejores momentos de la historia. Por un asombroso proceso especulativo, este plano de la novela policíaca resucita el temple de la tragedia griega. Creo que en esta intersección se encuentran los dos caminos hollados por El Gringo, que más que asumidos son impuestos por la ficción: el del error iniciático y el del destino. Este cumplimiento exacto y riguroso del destino, a pesar de las caricias del amor, nace en las primeras líneas de la novela, cuando se presenta a cada uno de los personajes: Álvaro, el más guapo, el chico de los ojos celestes, es el único de los tres amigos que no conoce a su padre. De ahí que la desgracia en su vida esté signada por la fuerza irreversible del designio: un personaje rebelde, sí, pero que crece sin raíz donde cogerse y esquivando la sombra que lo proteja.
José Antonio ha conseguido con Adiós al barrio una novela compleja, virtuosa y conmovedora. Una novela, además, que ensambla diversos géneros y que en su noble fibra artística constituye un valor de la amistad y el indispensable canto del cisne, tan esperado, por aquel barrio que muchos tuvimos.