Doblamos a la izquierda en una de las bocacalles de la avenida Aramburú. Nunca me imaginé que un poeta como él pudiera vivir en un barrio como ese. Clase media alta, muy tranquilo, silencioso. Es increíble la cantidad de ideas que uno puede tener de los escritores cuando se está en el colegio y no se tiene buenos referentes. Yo pensaba, como muchos, que todos los escritores eran unos viejitos aburridos súper pobres, o que ya estaban muertos y enterrados por los siglos.
Nos detuvimos frente a una casa de dos pisos, con garaje. Me hizo recordar a mi propia casa. Tocamos el timbre y una señora delgada y distinguida nos abrió la puerta. Entramos a la sala y nos sentamos. Flaco, con una breve panza dibujándose sobre el cinturón, la calva ganando terreno, un pantalón plomo y una camisa celeste, Carlos Germán Belli no tardó mucho en bajar, saludarnos e invitarnos a subir a su estudio. Lo seguimos en silencio, con el respeto que se le debe tener a un gran poeta.
Entramos a un lugar impecable, con libreros discretos y un escritorio sumamente ordenado. El se sentó contra la ventana y nos dejó interrogarlo. Su voz era muy extraña, fina, aguda, temblorosa, pero al mismo tiempo sería y pausada, repleta de sabiduría. Nos habló de la muerte próxima, de la soledad, de la partida de sus hijas al extranjero, cosa esta última que era más que evidente no había podido superar. Nos enseñó fotos y nos contó la historia completa de sus vidas. Me resultó tan extraño verlo así, cansado de la vida, triste, listo para rendirse, como si en el fondo ya nada le importara. Nos habló luego, con los ojos iluminados por la luz del recuerdo, de sus años de juventud, de su trabajo burocrático, de las horas que se pasaba en la biblioteca nacional leyendo y releyendo a los clásicos que tanto influenciaron su trabajo. Nos contó, a manera de revelación, que el Hada Cibernética era también su esposa querida.
Esa visita me dejó un hálito de tristeza grabado en la memoria. Tuve la clara impresión de que Carlos Germán Belli estaba esperando tranquilo por la llegada del hada de la muerte. Confieso que más de una vez tuve ganas de abrazarlo con ternura. De decirle, vamos viejo, la vida ha sido buena contigo.
Perdón, papá, mamá, porque mi yerro
cual cuna fue de vuestro ajeno daño
desde que por primera vez mi seso
entretejió la malla de los hechos,
con las torcidas sogas de la zaga,
donde cautivo yazgo hasta la muerte.
Carlos Germán Belli
Fragmento de: Sextina del mea culpa