martes, octubre 03, 2006

LA NOCHE ETERNA (ejercicios de memoria)

El estruendo de una explosión quebró la noche. Los cristales de la ventana temblaron. Segundos después se produjo un apagón. A tientas encontré una vela y la encendí. Al cabo de unos minutos una segunda explosión volvió a remecer los cristales de mi pequeño departamento, inundó la noche con ese sonido roncó y oscuro que siempre me ha parecido el alarido de alguna bestia infernal. La luz de la vela dibujaba sombras caprichosas sobre las paredes. El ulular de las sirenas se adueñó de las calles. Me pregunté dónde sería el ataque esta vez. Pensé en encender la radio pero no tenía baterías. Recordé entonces la casa paterna: cada vez que había apagón y la violencia se adueñaba de la calle, la familia se sentaba en el comedor, alrededor de las velas, y nos poníamos a escuchar las noticias en una pequeña radio a transistores. En silencio dejábamos que los narradores nos informaran al detalle, y de ser posible, en directo desde el lugar de los hechos. Una serie de disparos y de ráfagas de metralleta me arrancó de estos recuerdos. Agarré la vela y cambié de posición buscando alejarme de la ventana.

Cada vez que escucho disparos no puedo evitar pensar en las implacables leyes de la física. Y este miedo, que jamás he podido erradicar de mi cuerpo, empezó esa noche en la esquina del barrio, cuando Juan nos contó que, un amigo de un amigo suyo había ido a visitar a su enamorada que vivía en Chacarilla, y como siempre, después de comer decidieron salir a dar una vuelta alrededor del Ministerio de Guerra, y no habían pasado ni diez minutos de caminar abrazados bajo la luz de la luna cuando, de repente, la chica se resbaló entre los brazos del amigo del amigo de Juan y cayó al piso. El muchacho se aplicó intentando reanimarla con la idea de que sólo se trataba de un ligero desmayo, de un repentino bajón de presión y nada más. Pero, de súbito, sintió un hilo de sangre resbalando tibio por el antebrazo con el que la sujetaba por la nuca. La muchacha estaba muerta. Una bala perdida se le había enterrado en la base del cerebro.

Me quedé alucinado con la historia de Juan. Me torturaba pensando en el muchacho, en cómo regresó a la casa de la chica, en cómo le dijo a los padres: salimos hace veinte minutos a caminar y ahora está muerta. Pensaba también y sobre todo en la bala, en como todo tenía que haber sido tan preciso y exacto, el dedo en el gatillo, el estruendo, el fuego rajando la noche, y el vuelo del proyectil, la furiosa trayectoria a través de las calles. Y también, me imaginaba a la muchacha mientras caminaba inocente, enamorada, conversando con el muchacho de lo bien que la pasarían el sábado en la playa sin poder imaginarse que ya estaba avanzando hacia el encuentro.

Desde entonces, cada vez que escucho disparos, o sea, a cada rato en Lima, veo balas atravesando las calles de la ciudad, algunas se incrustan en paredes de gruesa quincha o en troncos de árboles enormes y viejos. Esas no me preocupan. Las que me llenan de miedo son las otras, las que veo atravesar calles conocidas, cercanas al lugar en el que me encuentro. Y cuando eso ocurre, lo único que puedo hacer para tranquilizarme, es ejecutar un rápido movimiento instintivo de autoprotección, como esconderme en algún lugar seguro de la habitación, lejos de todas las ventanas, y tratar de controlar la tensión que se adueña de mi cuerpo, como en este momento, en el que escribo agazapado en un rincón.
IMAGEN1: “Tres velas”, fotografía por JAG.
IMAGEN2: imagen de “google image” coloreada por JAG.