
De ella no recuerdo casi nada, sólo ese olor fuerte en la cara de la mañana. Creo que se llamaba Rocío. Tampoco recuerdo cómo, sólo sé que de pronto, ella y yo, estábamos bajo una de las mesas. No puedo decir de donde surgió el impulso, sólo sé que nos estábamos tocando, arrodillados sobre el piso de parquet, mientras la profesora controlaba el hervor del guiso en la cocina. No sé tampoco cómo, pero teníamos la conciencia de lo prohibido, de lo necesario que era estar escondidos. Recuerdo, también, la fórmica roja de las sillas y los pies de los otros chiquitos.
Me pregunto si Rocío habrá llegado hasta dónde yo he llegado, si en el fondo ese fue mi primer encuentro con un semejante, con un prójimo verdadero. Porque es cierto que vamos por ahí encontrándonos con nuestros semejantes. De alguna manera, esa es la historia de mi vida, mi constante encuentro conmigo mismo.
Lo cierto es que esas fueron mis primeras caricias, el principio de esta larga y extraña madeja de tiempo y locura. Rocío en la distancia. El olor a guiso mezclándose con ese olor fuerte aferrado a las yemas de los dedos. Y después, el castigo, el primer castigo de mi vida, la profesora jalándome por el brazo, arrancándome a la mala de abajo de esa mesa, reprendiendo a Rocío, a punto de golpearme. Porque, para todos, yo fui el culpable desde ese día, yo había arrastrado vilmente a la pobre niña. Nadie comprendió que éramos tan sólo dos niños encontrándose, reconociéndose, nada más. La oscuridad no venía de nosotros, éramos, más bien, dos esferas de luz bajo la mesa, de luz blanca y cristalina. La oscuridad no venía de nosotros, venía de la profesora al momento en el que me jaló del brazo, venía de mi madre al castigarme. La verdad es que yo fui puro en algún momento de mi vida, y que, la oscuridad, vino desde afuera.
IMAGEN: “Cuando era puro”, fotomontaje por JAG, con fragmento de dibujo de Pescador.
Pueden ver algunas fotos en MIRADA AZUL