Lima, 2 de agosto de 1958
Los que no sienten a la mujer como una potencia extranjera, ingobernable y maléfica; los que no consideran a la sociedad como un círculo erizado de espadas; los que no ven en las cosas más simples –una piedra, un boleto de ómnibus, una mancha del pantalón- el signo de la adversidad, ésos, no sé como pueden vivir, pero son, sin duda, los triunfadores.
Lima, 12 de diciembre de 1958
El joven doctor S.R. —en cuyas manos he encomendado mi úlcera— trata de presentarse a sus pacientes como una persona segura de sí misma y por ello da a sus palabras una entonación enérgica y las acompaña de gestos que revelan convicción. Sin embargo, un ojo avisado como el mío ha calado bajo esta apariencia de firmeza a un hombre tímido e inseguro. Mientras me detallaba el tratamiento a seguir, yo no desprendía mi mirada de la suya, de modo que al fin, el doctor terminó por tartamudear, por confundirse y cosa extraña hasta por sonrojarse. Para reinfundirle confianza no tuve más remedio que bajar los ojos y elevarlos cada cierto tiempo con un aire de estupidez y obediencia.
Lima, 24 de febrero de 1959
No concibo mi vida más que como un encadenamiento de muertes sucesivas. Arrastro tras de mi los cadáveres de todas mis ilusiones, de todas mis vocaciones perdidas. Un abogado inconcluso, un profesor sin cátedra, un periodista mudo, un bohemio mediocre, un impresor oscuro y, casi, un escritor fracasado. Noche de gran pesimismo.
París, 3 de junio de 1961
Mi soledad, sin grandes frases, es una prueba demasiado larga. La buena comida me sabe a cartón, cuando la masco arrinconado, olvidado en el ruidoso restaurante. Ríen las mesas, ríe el vino en la garrafa, pero la luz no me penetra. Todo resbala sobre mi piel, como sobre el lomo e una piedra ahogada.
Esta mañana en la peluquería, mientras el marica se ocupada de encontrar las leyes que rigen mi peinado, me di cuenta de que ya no era joven. Ese espejo no podía mentir. Ojeras verdaderamente siniestras. Mi expresión me asustó. Los treinta y cinco años cumplidos hace poco estaban allí, innegables. Epoca de madurez. Y sin embargo, sin espejos, me siento aún inmaduro. Pienso que estoy justamente en la mitad de mi vida. Tal vez esto sea sólo una coartada de mi subconsciencia, una defensa ante el sentimiento envolvente del fracaso. ¿Cuándo escribiré un gran libro? Antes decía: a los treinta años. Ahora pienso que tal vez mi salvación esté en la década de los cuarenta. Si en ella no me realizo como escritor –al menos como eso, pues en los demás terrenos no tengo esperanzas-, creo sinceramente que me pegaré un tiro.
París, Febrero de 1967
Hasta hora me siento como un hombre que ha sido aplazado en todas las materias de la vida. Me acerco a los cuarenta años sin gloria, sin dinero, sin salud, sin influencia, sin tranquilidad, sin perspectivas. Pasar revista a mis compañeros de estudios me empavorece. Muchos de ellos viven ya de sus rentas, incluso de los réditos de un prestigio intelectual (discutible, en ciertos casos). Yo, aún, en pleno combate, pero cada vez con menos resistencia y meno esperanzas. ¿Qué hago lejos de mi país, en una ciudad donde sólo tengo dos o tres amigos, obligando a mi mujer a una vida de encierro, en dos piezas con goteras, cucarachas, desempeñando un trabajo mecánico y subalterno? ¿Quién me ha exiliado y por qué? ¿Qué busco? ¿Qué aguardo? Me sorprende a veces que pueda sobrellevar esta vida sin caer en la depresión o sin pegarme un tiro.
París, 1972
¡Cómo hacer, Dios mío, para quererme un poco más y no seguir empleando toda mi vehemencia y mi talento en destruirme!
31 de diciembre de 1973
Mi viaje a Lima, de donde regresé hace dos días, ¿glorificación o suicidio? Por un lado, claro, los agasajos, el reconocimiento, la consideración, el afecto, los elogios tardíos pero casi unánimes, las invitaciones, ofertas, promesas y pagos... Pero, por otro, físicamente, ¿no es acaso un acto de demencia haber entregado mi pobre cuerpo a un trajín intolerable el mismo año en que he estado dos veces al borde de la muerte? Tragos, comilonas, conferencias, entrevistas. Y moralmente, sensación de haber sido quizás en el fondo manipulado, puesto en el mercado como un producto cualquiera, envilecido por la publicidad y maculado por la propaganda. Expuesto al asedio de repugnantes reporteros, fotografiado en actitudes de una obscena intimidad. ¡Qué resistencias he tenido que vencer para afrontar esa situación! Si no fuera por esa áurea de irrealidad que cobra el mundo cuando tengo que aparecer en público y dirigirme a un auditorio, ese estado sonambúlico en el cual dejo de ser yo mismo para delegarme en un ser subalterno que me reemplaza y obra en mi nombre, sin mucha responsabilidad además, pues al día siguiente yo me reconozco apenas en sus actos o en sus palabras. Mundo ficticio en de la fama, por local o provinciana que sea, que nos circunda además de una pantalla adulona y a veces servil, impidiéndonos ver lo que hay detrás de todo ello y que es seguramente lo verdadero. En ese sentido la lección de humildad que fue para mí la conversación de una hora con Lucho Loayza en Miraflores, que llegó también a Lima y sin aspavientos. En él me vi yo mismo, pero perfecto e invulnerable. Reencontrar en París la oscuridad y el aislamiento. Más feliz, más decente ahora, aquí, escribiendo esta página, escuchando a Bach y oyendo jugar a mi hijo, que aplaudido, obsequiado, prostituido en Lima.
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IMAGEN1: “Escritor del pueblo” fotografía de fondo y fotomontaje por JAG.
IMAGEN2: “El invierno del escritor” fotografía de fondo y fotomontaje por JAG.